Seguía atrapado allí dentro cuando en el reloj de la Puerta del Sol dieron las cuatro de una tarde especialmente calurosa de julio. El sudamericano llevaba más de una hora muerto, asfixiado en su disfraz, tendido sobre el pavimento. Mamá —dijo señalando el cadáver un niño que pasaba por la plaza—, Piolín está malito. Ella lo atrajo hacía sí y murmuró: Borracho, eso es lo que está. A nueve mil kilómetros de distancia la mujer del sudamericano presintió algo, pero no llamó por teléfono porque el día de llamar era el jueves y para que fuera jueves otra vez faltaba casi una semana.
1 comentario:
Con un realismo que transmite la tristeza de un suceso injusto de la vida al tomar cuerpo el mayor temor de quienes tienen lejos a un ser querido.
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