Es
mi segundo día en Cascaes. Ayer estaba demasiado cansado por el viaje y me dio
pereza escribir. Sigo preguntándome qué hago aquí. Ambientar mi relato en
Estoril porque el premio consistía en un viaje a la costa portuguesa resulta
una estratagema tan obvia y lamentable que no sé en qué estaba pensando. “¿Escritor?”,
me pregunta todo el mundo. No tengo ni idea de por qué me lo preguntan. “Sí”,
miento a veces. Cuando contesto que no, que solamente he ganado un certamen con
un relato mau (“malo” es lo único que he aprendido a decir)
se encogen de hombros y sonríen sin terminar de entenderme. De manera que digo que sí casi todo el
rato.
El
viaje era para dos personas. Debería haber venido con alguien. Me he dado
cuenta después de pasar la mañana en el spa, la piscina y el baño turco. No ha
sido en ninguno de esos sitios, me he dado cuenta más tarde, tumbado en la cama
contemplando las dos entradas a las que tengo derecho para visitar el Palacio da
Pena. Si hubiera estado con alguien nos habríamos reído. En ese momento nos
habrían dado igual sus torres, su fachada y sus cúpulas. Nos habría bastado con
el nombre. Yo sí que doy pena. Si hubiera venido con alguien todavía nos
estaríamos riendo.
Consigo
hablar con un trabajador del hotel que me propone con insistencia que pase por
la Rua Francisco Romero, cerca de la biblioteca municipal. Investigo si
Francisco Romero fue un torero. Me responde que probablemente lo fuera. A
cierta altura nace una bocacalle que acaba en un racimo de casas donde viven y
se reúnen muchos escritores (utiliza la palabra “racimo”); la mayoría
españoles, dice. Como no tengo más planes para los próximos días y necesito
mantener una conversación fluida le hago caso.
La
zona está perimetrada por una verja de seguridad y hay un guardia en la puerta.
“Escritor”. Sí, sí, claro. Escritor. Comprueba mi pasaporte y me deja pasar. En
un principio atribuyo tanta medida de precaución a que tal vez vaya a
encontrarme con una figura literaria de renombre dentro de alguno de esos
apartamentos. Puede que una amenazada por sus ideas. Es ridículo, pero durante
un momento la idea cruza mi mente.
Me
reciben emocionados. Muy emocionados. Demasiado emocionados. Hablan
atropelladamente, se interrumpen entre ellos, me enseñan sus textos, me obligan
a leerlos. Lo hago. Todos son bochornosamente predecibles. Parecidos en su
lenguaje recargado y desprovisto de información real. Muchos han sido escritos
hace poco pero es como si hubieran influido los unos en los otros durante décadas.
Para entonces no me sorprende cuando comentan que ellos también ganaron un
concurso y una vez en Cascaes decidieron quedarse a vivir. Tampoco cuando me
invitan a pasar la noche como uno de los suyos. Digo sí una vez más. ¿Qué otra
cosa iba a hacer? Estoy en un campo de internamiento para escritores malos.
(Escuchando: Marvin Gaye - Here, My Dear)
1 comentario:
Brillante en exceso.
No me repongo de la impresión de ver tantos escritores malos en un solo sitio,una especie de consomé de internet.Excepciones excluídas.
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