Esa expresión. Llover a mares. Esa expresión se queda corta para hacerle justicia a la enorme cantidad de agua que descargó la tormenta con la que me encontré aquella noche de octubre de hace ya más de veinte años. No sé en qué momento abandoné la carretera principal, pero llevaba un rato rodando por una vía secundaria sin conseguir ver nada cuando me pareció distinguir una luz al fondo. Me dirigí hacia ella. Un destello parpadeante en mitad de la oscuridad. Sonaba Black Sabbath de Black Sabbath por los altavoces del coche al llegar a su altura. Club Mimos. El neón rojo palpitaba sobre la puerta de entrada. Si yo era el protagonista de algún tipo de película de terror, tenía que atravesar ese umbral. Es lo que se espera del protagonista de una película de terror. De todas maneras, era lo único que podía hacer.
En esa época yo no estaba comprometido de ninguna forma, así que pasar un rato, hasta que mejorara el tiempo, en un sitio como aquel no podía hacer daño a nadie. Entré. Y al abrir la puerta reparé en un detalle curioso. El sonido de un tintineo agradable. Producido por uno de esos móviles que se cuelgan en las puertas de las tiendas para que el dependiente sepa si ha entrado alguien. Una anciana de aspecto simpático se acercó lentamente, y sin mediar palabra, me cogió de la mano y me condujo hasta una pequeña habitación. Por el camino pude ver a hombres acodados en la barra (aunque en este punto resulte sorprendente, me pareció hecha de caramelo) que me saludaban levantando sus tazas llenas de chocolate caliente. Camareros repartiendo bollitos de crema recién horneados. Enormes fuentes llenas de gominolas. En un extremo, un tiovivo giraba muy despacio proyectando imágenes de estrellas y planetas por toda la estancia. El Club Mimos hacía honor a su nombre de una manera que todavía no podía imaginar.
La habitación era confortable y cálida. Con una iluminación tenue. Había un frasco de Vick’s Vaporub y un bote para hacer pompas de jabón en la mesilla. Frente a la cama, una televisión enorme provista de home cinema. La cama estaba cubierta por una colcha con dibujos de dinosaurios. Me gustan los dinosaurios. Como a todo el mundo. Transcurrido unos minutos, llamaron a la puerta. Era la mujer que me había llevado hasta allí. Con un grupo de chicas que fueron pasando por el dormitorio, de una en una, para presentarse. Todas iban vestidas con pijamas de algodón y calcetines. Todas eran guapas a rabiar. Todas mostraban una delicadeza y una bondad poco frecuentes. Cuanto más en un mundo como el de los clubs de carretera. Lo tuve claro desde el principio: por encima del resto, destacaba una de ellas. Maite O. Mientras esperaba a que Maite volviera a entrar, escuché un tumulto en el exterior. Cuando apareció (impregnando el aire de un delicioso aroma a vainilla), quise saber qué había pasado. Aquí —dijo con una sonrisa tan encantadora que me hizo tragar saliva— no se viene a hacer lo que ese hombre había venido a hacer.
No hubo necesidad de más explicaciones. Puso a los Lemonheads y sacó dos batidos de fresa de un pequeño frigorífico. Si quieres cualquier otra cosa, —propuso— hay limonada, Dr Pepper, zumo de naranja… Y tarta de manzana. Así estaba bien. Se lo dije y me quedé mirándola sin saber qué hacer. Si Dios creó el mundo en siete días tuvo que emplear seis en diseñar la cara de Maite O. Su cuello. Sus hombros. Todo su cuerpo. El grado de inclinación de sus miembros al doblarse. Nos tumbamos en la cama y empezamos a hablar. Me abrazó. Tardé bastante tiempo en convencer a mis sentidos de que aquello no era lo que parecía. A mí me había quedado claro, pero algunas partes de mi cuerpo se resistían a permanecer relajadas. Me contó historias de su infancia. Yo le conté historias de la mía. Nos tocábamos las manos. Nos acariciábamos el pelo. Nos besábamos los párpados. Nos hacíamos reír. Bien entrada la madrugada caímos en un sueño profundo. La televisión proyectaba videoclips de Spike Jonze sobre nosotros.
Me despertó un susurro fresco. Un aliento húmedo cargado de palabras cariñosas y olor a cereza. Desayunamos tarta de manzana mientras jugábamos con el escalextric que Maite O. guardaba en un baúl. La hora de marcharme se estaba acercando y, por tanto, la de pagar. A ella no parecía importarle el tema del dinero. Desviaba continuamente la conversación o simplemente hacía como que no me oía. Decía “A veces es bueno salirse del camino” y otras cosas por el estilo. Nos despedimos en la entrada. Prometí volver. Mientras encendía el motor del coche y Black Sabbath volvían a rugir, vi a través del retrovisor cómo me despedía con la mano. Una imagen que se fue haciendo más y más pequeña hasta desaparecer. No tengo ni idea de cómo llegué al Club Mimos. Ni recuerdo cómo desemboqué otra vez en la carretera principal. Pero prometí que volvería y lo he cumplido. Lo cumplo cada vez que algo va mal. Cierro los ojos y el neón aparece enseguida. La puerta se abre y la cámara avanza a través de rostros afables, figuritas de acción y constelaciones centelleantes. Para alcanzar la habitación en la que está Maite O. Invitándome a pasar y a quedarme hasta que todo se solucione.
(Escuchando: Elvis - Heartbreak Hotel)