En 2024 lo que se llevaba era terminar en la cárcel
(el consumo compulsivo de Netflix, con consecuencias tales como pérdida total de
visión o supresión de la individualidad, había dejado de ser un reto
estimulante). Conseguir que te llamaran fascista, estalinista, misógino,
terrorista o asesino era bastante sencillo. Bastaba con escribir cualquier
cosa. Para llegar a la cárcel había que esforzarse un poco más. Así que la
juventud estudiaba a los clásicos buscando en aquellos libros una fórmula
precisa para acabar entre rejas. Podías decapitar a tu padre y violar su cabeza,
poner una bomba en una guardería o abandonar a tu abuela desnuda en el bosque a
medianoche, pero las redes sociales eran lo único que te garantizaba el acceso
a una prisión de máxima seguridad.
Una vez allí resultaba primordial subsistir. Superada
esta primera fase había que ascender hasta lo más alto. Hasta la cúspide de los
reclusos más execrables. Sólo unos pocos lo conseguían. Cualquier pequeño
desliz y podías quedarte en el camino, pasando a desempeñar un puesto dentro de
cualquiera de los estamentos simplemente ignorados de la sociedad. Cultura,
ciencia, educación o cargos todavía peores. Riesgo elevado, a la altura de la
recompensa: un torneo a muerte entre los presos que integraban la jerarquía
superior se celebraba cada poco tiempo. El evento era retransmitido por
Instagram (había sustituido a cualquier otro medio de información) para todo el
planeta (al fin existían certezas de que era plano).
De ahí salía un único vencedor (las guerras civiles
del extremarcado no habían resuelto el uso conveniente del lenguaje inclusivo,
ora en femenino, ora en masculino, como tampoco tuvo éxito la neolengua
sintética denominada ‘persona’ que pretendía ser perfectamente equitativa, así
que no existirían avances en otros ámbitos relacionados con la igualdad, mucho
menos urgentes, hasta que no se solucionara esto) que pasaba a formar parte del
programa de promoción Supervivientes,
emitido también por Instagram. Él y otros influencers
combatían (siempre a muerte) por un perfil en Facebook con 50 000 amigos de
partida y por la presidencia del Gobierno. El tuit adecuado podía llevarte a
ser presidente en menos de seis meses, el plazo en que se producía su
renovación. Ningún político era capaz de aguantar más tiempo sin corromperse.