Esta noche he conseguido traspasar las puertas de una pequeña catedral construida en las profundidades de algún voivodato polaco. Un viejo secreto europeo. Avanzaba por la planta central como transportado en una esfera de ámbar sin poder escuchar el bullicio de la gente, abrumado por las caras y los brazos y las cabezas. Por las estatuas, las bóvedas, los santos y las arcadas.
Poseía esta catedral unos mecanismos dispuestos a lo largo de las naves laterales, de manera que dejaban caer desde lo alto gruesos hilos de cera tibia. La cera descendía, el aire frío del templo la solidificaba y al tocar el suelo iba tomando la forma de la catedral. Reproducciones exactas, cada minúsculo detalle replicado a escala, distribuidas longitudinalmente sobre las losas de mármol.
Yo estaba debajo de uno de los dispositivos y una catedral de cera en miniatura ha brotado en mis manos. Tenía calientes las manos, la miniatura se deshacía. He ido a buscar a los demás, pero cuando los he encontrado ya no quedaba nada, magma blanco fundiéndose entre los dedos. Algunos no me han creído (ni siquiera se reían). La mayoría lo ha hecho, pero ya era muy tarde y estaban muy cansados, querían irse a dormir y a soñar con otras cosas.