El país atraviesa la ola de calor más larga de los últimos quince años. Son las cuatro de la tarde de un día de mediados de julio. La hora en que en un día como éste la gente no puede evitar apuñalar a su vecino, tirarse a las vías del metro o quedarse dormida en el sofá mientras en la televisión hablan de niños aplastados por el peso de porterías de fútbol que han cedido.
La jornada ha ido bien. No es algo que tuviera que importante porque, al fin y al cabo, vas a cobrar lo mismo, aunque te sientes responsable del éxito y es una sensación vigorosa y estimulante que te ayuda a seguir tirando. Tu jefe te ha dicho que te lleves el dinero a casa. Es un hombre risueño y confiado, pero los robos han aumentado por la zona últimamente. Ayer un tipo estampó al diminuto perro de una anciana del barrio contra una marquesina porque ladraba. La violencia ha aumentado conforme lo hacía la temperatura.
La recaudación está en una pequeña caja de caudales de color rojo. Lo único que puedes hacer es meter la caja en una bolsa de papel y colocártela debajo del brazo mientras cierras. Tu sobaco ahora mismo no vale tanto como uno de tus riñones en el mercado negro, pero sí bastante más que lo que llevas puesto. Incluida la corona que te colocaron en el tercer molar superior izquierdo el invierno pasado. Nadie debería sospechar de un joven mal vestido con una bolsa de papel bajo el brazo caminando por una avenida a las cuatro de la tarde de un día de julio. O sí, no estás seguro. A fin de cuentas lo mismo podrías ser el heredero de una estirpe de empresarios cántabros como un desequilibrado con la bañera llena de explosivos. También podrías ser las dos cosas.
Algo te golpea con fuerza haciendo que el brazo que mantenía el dinero sujeto a tu cuerpo se libere y quede suspendido en dirección al tío que corre calle abajo con la caja fuerte. Balbuceas. Casi susurras: “Eh.” Un poco más fuerte: “¡Eh, eh!” Tu almacén de referencias de situaciones con las que no estás familiarizado consigue que grites por fin: “¡Al ladrón!” Los escasos transeúntes delante de ti se vuelven y te miran. El ratero choca con uno de ellos que cae al suelo pero no parece inmutarse porque sigue observándote desde ahí. Comprendes que ya no tiene sentido perseguirle. Fumas demasiado y no has hecho deporte en tu vida. El cabrón corre que se las pela. “¡Coño, que se escapa!” Los viandantes avanzan en dirección errónea y se te acercan. No sirve de nada que supliques por lo que acaban de quitarte. “Un momento, un momento”, te corta uno. “¿Has dicho ‘al ladrón’?” “Sí, sí, yo creo que ha dicho eso.” “Ha dicho ‘al ladrón’, sí.” Son tres las personas a tu alrededor. “¿Qué? ¿Qué tiene que ver lo que haya dicho? ¡Ese tío se ha llevado un montón de dinero! Mi jefe me va a matar.” Ése, lógicamente, eres tú. “Ha dicho ‘al ladrón’.” Una chica te mira fijamente. Sus labios se curvan hacia arriba. “Lo ha dicho.” Y estalla en una carcajada secundada por los otros. “¡Al ladrón! ¡Al ladrón! ¿Pero qué te crees que es esto, el Barroco?” “Jajajaja... ¡El Barroco! Jajajaja…” Ahora hay por lo menos diez personas rodeándote. “¿Qué ha pasado?” “Que este chaval ha dicho ‘al ladrón’. Como si estuviéramos en la Edad Media.” “¡Al ladrón! ¿Lo ha dicho en serio?” “Completamente, completamente en serio.” “¡Eh! ¡Al ladrón! ¡Arriad las velas!” “¡Voto a bríos!” “¡Vive Dios, alfeñique!” “Jajajaja...” “¡Melindres!” “¡Pégame un telefonazo!” Todo vale. El corro es cada vez más numeroso. Más y más curiosos se van sumando atraídos por la ristra de majaderías. A ver quién la suelta más gorda. No te lo puedes creer. No te lo puedes creer hasta el punto de que no puede ser real. Es una especie de alucinación. Si una azafata se acercara con un ramo de flores y señalara hacia donde está la cámara, podrías comprenderlo. No tiene pinta de que eso vaya a ocurrir. Chillas: “¿Os habéis vuelto todos locos? ¿Estáis mal de la puta cabeza? ¡Me han robado por lo menos ochocientos euros!” “¡Al ladrón, al ladrón, pecador de la pradera!” “¡Jajaja! ¡Qué bueno!” Estás encerrado en medio de una multitud que aúlla, se contorsiona y trata de no morir atragantada entre risas histéricas. Son por lo menos cincuenta. Y subiendo.
No te sorprende cuando dos policías que se han aproximado hasta donde está teniendo lugar todo empiezan a partirse de risa en cuanto les explican la situación. Nunca habrías esperado mucho de ellos, ahora todavía menos. Das la recaudación, la posibilidad de razonar con la masa y todo lo demás por perdidos, y sin dejar de mirar a la turba comienzas a caminar de espaldas en la misma dirección en la que ha huido el chorizo. Tu casa está por ahí. Sueltas con toda la fuerza que te permiten tus pulmones: “¡Sois todos una pandilla de tarados!”, y giras sobre tus pies lanzándote a la carrera. “¿Adónde vas, mequetrefe?” “¡A enemigo que huye puente de plata!” Se supone que el que tendría que estar escapando ahora mismo de esa caterva de energúmenos debería ser otro. Se supone que el amor dura toda la vida y que las madres no abandonan a sus hijos recién nacidos en contenedores, sin embargo las cosas a veces no funcionan de ese modo. “¡Gaznápiro!”
Sorteas a peatones que se van sumando al montón de perseguidores, saltas escalones de tres en tres, de cuatro en cuatro, avanzas por el techo de los coches estacionados, y el sudor que te envuelve forma una película lechosa sobre tus ojos que contribuye a acrecentar el sentimiento de irrealidad. No van a dejarte en paz. Las antorchas encendidas están dentro de ellos. Doblas la última esquina antes de llegar a tu portal y te detienes frente a él mientras buscas la llave correcta. Les ves llegar desembocando en tu calle y ocupándola en toda su anchura. Algunos tropiezan y caen como grandes mamíferos en peligro de extinción abatidos por cazadores furtivos y se quedan tendidos sobre el asfalto caliente riéndose a carcajadas. El resto se precipita hacia ti con los rostros congestionados, los cuerpos mojados y pegajosos y una mirada que no es humana. Hay un clamor de ronquidos guturales que ya ni forman frases ni palabras reconocibles. Es un bramido lleno de torpeza. “¡Al ladrón!”, alcanza a recuperar alguno. Varios de los que se han incorporado en los últimos cientos de metros creen que el ladrón realmente eres tú. Casi sientes en tu cara el jadeo apremiante de los más próximos. Consigues abrir la puerta justo antes de que te den alcance. La realidad parece más verosímil cuando copia a la ficción.
El eco de cientos de individuos agolpados contra la entrada rebota entre las paredes de las escaleras y te impulsa a no dejar de moverte hasta que irrumpes en tu piso y te encierras en tu habitación. A través de la ventana abierta asciende desde la calle un rumor fragmentado, risotadas agudas que son más bien lamentos y algo semejante al mugido de una gran bestia. Te fijas en el colegio de enfrente tratando de recomponerte y de recuperar el aliento. Varios niños juegan al fútbol en el patio. Desde ahí no puedes darte cuenta, pero el calor está dilatando los orificios que aseguran los tornillos de una de las porterías.